16 julio, 2013

Aquella noche...

Llegamos al departamento. Yo aún tenía cierto pudor de que entraras en él, porque mi subconsciente me indicaba que esto era igual a dejarte entrar en mi vida.
Encendí una lámpara, recuerdo que yo tomé mi guitarra, esa compañera de incontables historias, el regalo más preciado que conservo de mi ya difunto padre. Tu tomaste un cojín, y en lugar de sentarte en el sillón, tomaste la postura de una pequeña niña, con las piernas entrecruzadas, sentada en el piso frío y blanco de mi hogar, solo con aquél pequeño pedazo de tela como asiento.
Verte era embriagante, era ver a la mujer, aquella fuerte y tenaz persona que, con su irreverencia, rebeldía y su particular forma de percibir la vida, me fue conquistando desde aquella vez en que coincidimos en ese bar. Pero también veía una realidad distinta, una joven que con su mirada, trataba de decirme que fuera real, que no cayera en las garras de lo efímero y que me quedara a su lado, tal vez no para siempre, pero si, en aquel momento.
Deje la guitarra a un lado, y me dirigí a la cocina. Tomé dos copas de la alacena y recorrí aquel pasillo oscuro, hasta llegar a la pequeña cava, habitada apenas por un par de botellas de vino. Tomé una, recuerdo de aquel viaje a Madrid de hace algunos años y regrese a la sala, donde tu seguías ahí, sentada en aquel pequeño cojín. Serví el vino tinto, brindamos por alguna trivialidad que en este momento no recuerdo, pero los dos sabíamos que ese brindis era por aquel momento, aquella intimidad que los dos compartíamos en esa noche.
Tomé de nuevo la guitarra, para tocar unos cuantos acordes al azar; tu me pediste que cantara algo, y haciendo mi mejor esfuerzo, entoné alguna balada, de esas que los enamorados regularmente se dedican cuando pasean por un parque, o que bailan el día de su boda.
Tomamos otra copa de vino, y me acerqué a ti, abandonando el sillón en el que me encontraba, para sentarme a tu lado. Llené tu copa, mientras tu hacías un esfuerzo muy tonto por tocar. Debo confesar que me causó mucha risa ver tu cara de enojo, cuando tus dedos no hacían lo que tu mente les ordenaba; lanzaste una maldición entre dientes y tomaste un largo trago.
Yo ya me encontraba embriagado, pero no de alcohol, sino de tu perfume que ahora se había vuelto muy notorio y que llenaba aquella habitación, e inundaba todos mis sentidos.
Traté de hablar, pero en ese instante vi que una lágrima intentaba escapar de esos tus lindos ojos. Pensé, solo por un momento, que algo estaba haciendo mal, y que yo era el causante de tu llanto.
Poco a poco, giraste entorno a aquel cojín de tela, hasta que te encontraste frente a mi. En ese instante supe que era lo que tenía que hacer. Dejé la guitarra a un lado y tomé tus manos entre las mías. Nunca me había dado cuenta de que eran muy pequeñas y suaves, tal vez nunca había prestado atención y me había perdido de la calidez que tus manos regalan a quien las estrecha. Recobré el aliento, y sin decirte una sola palabra, te miré, no con una mirada cualquiera, fue una de esas miradas que muy pocas veces se dan en la vida, esas que dicen que todo está bien, esas que, sin importar lo que pase en el mundo ni que miles de problemas agobien nuestras vidas, afirman que todo marchará bien.
Sequé tus lagrimas con mi mano derecha, aquella que no tiembla cuando llega el momento de crear caricias, me acerqué un poco más y te envolví en mis brazos. Poco a poco fuiste adaptándote a ellos, como un bebé en los brazos de su madre, los cuales tienen el tamaño y la forma perfecta. Así parecían los míos adaptarse a tu cuerpo y viceversa.
No tengo idea de cuanto tiempo estuve ahí, abrazándote. Solo se que, aunque fueran horas, para mí fue un poco menos que un instante. Fuiste levantándote de mi regazo, esbozando una pequeña sonrisa, esa sonrisa que sabes que llena las habitaciones de alegría; ibas a tomar de nuevo tu copa, pero mi mano, como si la manejara un titiritero cruel, en un show de sombras, tomó tu hombro y te obligó a permanecer ahí, cerca de mi.
Aún no se que palabras salieron de mis labios, tal vez fue culpa del vino, tal vez no eran importantes. Lo que se, es que te dije que eras hermosa. Decir que te amaba, sería una blasfemia. Decir que eras mi vida y que ya no podía vivir sin ti, rayaría en la falsedad. Simplemente me dejé llevar por ese instinto natural, tal vez hasta animal, y confesé que tus rasgos y tu ser, que tu cuerpo y tu sonrisa eran para mi, la más bella obra de arte.
Recuerdo que sonreíste, y mencionaste algunas palabras que no escuché, porque mi mente empezó a darse cuenta de la gravedad de mi confesión. Mientras pensaba en el desenlace trágico al que llegaría esa noche, tu te acercaste, tomaste mis manos y, regalándome una mirada pícara y sensual, me besaste.
Se vuelve innecesario escribir lo que ese beso provocó, y las consecuencias de aquel insignificante gesto. Al día siguiente, desperté embelesado aún de lo vivido la noche anterior y, aún con la somnolencia que caracteriza las mañanas de este pobre diablo, traté de rozar tu cuerpo con mis manos. Al abrir los ojos, vi que estaba solo en mi habitación.
Recorrí cada pasillo y habitación del departamento, como si buscara un fantasma, pero no lo encontré. Ni tampoco te encontré a ti.
De regreso, mientras trataba de descifrar si lo que había vivido, era tan solo un sueño, tal vez demasiado real, vi una pequeña nota, pegada sobre la puerta.
Mentiría si te dijera que no reí al verla, esa nota era tan tú, que no pude evitar una ligera carcajada y una sonrisa que perduró todo el día.
Cito la nota que aún guardo en mi buró: "Hola, tu también me gustas ¿Te parece si vamos a comer juntos a las 3?".

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